En 1964, el microbiólogo Georges Nógrády vajó junto a 34 médicos y científicos hasta Isla de Pascua. El fin fue estudiar la cultura, medio ambiente y enfermedades de ese excepcional lugar. Nógrády dividió la isla en 67 parcelas y tomó muestras del suelo de cada una de ellas.
Solo encontró esporas de tétano, pero los frascos con pedacitos de territorio pascuense afortunadamente llegaron a manos de los científicos de la firma farmacéutica Ayerst en 1969. Allí, el microbiólogo Surendra Nath Sehgal, y sus colegas, trabajaban en aislar los microorganismos de la tierra de Isla de Pascua, coaccionarlos para que se reprodujeran y luego analizar las sustancias que producían.
Ajai Sehgal, director de Datos y Análisis de la Clínica Mayo e hijo de Surendra Nath Sehgal, comentó a BBC Mundo que, en 1972, en el laboratorio de Ayerst descubieron la bacteria Streptomyces hygroscopicus, la que produjo un compuesto natural que llamaron rapamicina, en honor al nombre que le dieron a la Isla de Pascua sus indígenas.
Descubrieron que eran muy bueno inhibiendo el crecimiento de hongos, pero también era inmunosupresor así que dejaba la parte del cuerpo tratado sin defensas. «Imagínate que tienes una infección fúngica en tu mano y te aplicas una crema de Rapamicina: mata los hongos, pero probablemente te dará una infección bacteriana», explica Ajai.
A pesar de todo, Surendra Nath Sehgal intuyó su valor. Si bien tenía una actividad inmunosupresora muy agresiva, esta también era una droga muy segura y no se podía encontrar el nivel tóxico. Según explica Ajai, “normalmente lo que se hace es darle a un ratón más y más y más dosis del medicamento hasta que muere, y así encuentran el nivel máximo seguro. Pero en el caso de la rapamicina nunca encontraron el nivel tóxico, pues los ratones nunca morían».
En ese momento, los inmunosupresores que se tenían «eran todos altamente tóxicos». Además, aunque pareciera contradictorio que algo que evita una defensa contra los tumores pudiera ser un fármaco anticanceroso probable, el Dr. Sehgal observó que este compuesto parecía poseer propiedades novedosas, pues podía impedir que las células se multiplicaran.
En una época en la que todas las quimioterapias mataban células vivas, contar con algo así podía ser muy beneficioso. Sehgal envió una muestra del compuesto al Instituto Nacional del Cáncer (CIN) de EE.UU. donde notaron que tenía una «actividad fantástica» contra los tumores sólidos. Sin embargo, pese a los buenos resultados, la investigación se suspendió abruptamente.
En 1982 Ayerst decidió cerrar su laboratorio de investigación de Montreal, y trasladar a unos pocos de sus científicos a sus instalaciones en Princeton, Nueva Jersey, Estados Unidos. El Dr. Sehgal era uno de ellos, pero la rapamicina no estaba contemplada por un asunto de negocios: la compañía no vislumbraba un futuro lucrativo para ella como fármaco así que decidió ponerle fin al proyecto.
A pesar que la orden fue olvidar el proyecto, Ajai recuerda que su padre preparó un lote para llevárselo a Princeton. «Lo metió en pequeños frascos de vidrio, se los llevó a la casa y los puso en el congelador de mi mamá, marcados con una etiqueta que decía: NO COMER, pues parecía helado», comentó al medio. Las muestras se mantuvieron intactas hasta 1980.
En esos años, los trasplantes de órganos ya estaban dejando de ser ciencia ficción. Pero el gran obstáculo seguía siendo el sistema inmunológico, que se activaba y atacaba la parte extraña al cuerpo, poniendo en riesgo la vida de los pacientes por rechazo.
Se necesitaba un inmunosupresor y Sehgal volvió a replantear la idea de explorar si la rapamicina como una posible solución. En el laboratorio se comprobó que las muestras habían sobrevivido. A partir de lo guardad se crearon lotes nuevos para hacer los estudios.
Para 1999, y tras varios estudios clínicos exitosos, el Comité Asesor de la FDA hizo una recomendación unánime para la aprobación de Rapamune, el inmunosupresor desarrollado por el Dr. Sehgal y su personal que le ha reportado ganancias multimillonarias a Wyeth-Ayerst y, desde 2009, a Pfizer.
Pese al éxito, Sehgal no quería únicamente desarrollar el potencial de la rapamicina como fármaco. Había convencido al CIN de que reactivara su investigación sobre su efecto en los tumores malignos y quería entender cómo funcionaba. Para ello, envió muestras e información del compuesto a varios centros de estudio. El ahora biólogo Daniel Sabatini -quien en 1992 estaba haciendo su doctorado en Medicina y Filosofía (MD-PhD)- se topó con uno de esos paquetes del Dr. Sehgal, con una nota que decía: «¡Buena suerte!».
Junto a otros científicos descubrieron cómo funciona. Identificaron una proteína conocida como mTOR, revelando aspectos fundamentales sobre naturaleza biológica humana. «Imagínate una obra en construcción. El contratista general se ocupa de decirle a los plomeros, los carpinteros, los electricistas, los albañiles, etc. qué hacer. Si hay suficientes ladrillos y cemento, ordena que se levanten las paredes; si las tuberías no van a llegar hasta mañana, les dice a los plomeros que suspendan el trabajo. El mTOR hace eso por la célula. Es un sensor; detecta si hay nutrientes y le dice a la célula que crezca o no crezca», detalla Ajai Sehgal.
Lo que hace la rapamicina es engañar a las células del cuerpo para que piensen que hay pocos nutrientes cuando los hay, paralizando el crecimiento. Ain embargo, no es lo único que sucede. Cuando la rapamicina engaña a mTOR, este hace lo mismo con las células: les indica que se limpien, pues resulta que estas van acumulando depósitos de deshechos que no eliminan y con el tiempo las hacen menos eficientes. «La célula se limpia y se repara pues piensa que no tiene provisiones», dice Ajai.
Por este hallazgo, el Dr. Sehgal recibió la admiración del mundo médico y el agradecimiento de millones a los que la rapamicina les había dado una vida más larga. Supo por qué mTOR congelaba el tiempo. Pero no supo sobre la limpieza celular que propicia. Sin embargo, hasta en eso fue de cierta forma pionero, haciendo con su cuerpo lo que muchos investigadores harían -y siguen haciendo- con animales en los laboratorios.
En 1998, se le diagnosticó cáncer de colon metastásico en estadio IV después de una colonoscopia de rutina. «Tras el primer año de quimioterapia que no podía tolerar -lo estaba matando- decidió suspenderla y empezar a tomar rapamicina”, cuenta Ajai.
«Él sabía que suprimía tumores; el tumor es una célula rebelde que crece sin control y la rapamicina se lo impide. Estaba experimentando en sí mismo. Le habían dado sólo seis meses de vida, así que no podía empeorar mucho más la situación», indica su hijo. Sin embargo, pese al pronóstico, el Dr. Sehgal vivió una buena vida por 4 años, pero Ajai recuerda que su padre comentó “nunca sabré si es la rapamicina lo que me está manteniendo vivo a menos de que deje de tomarla”.
El microbiólogo dejó de tomar la medicina y en 6 meses el cáncer volvió a invadir su cuerpo, falleciendo finalmente. «En su lecho de muerte me dijo: ‘lo más estúpido que hice fue dejar de tomar mi medicina’. Pero esa era su naturaleza. Era un científico y necesitaba saber”, relata Ajai.
Este hecho, fue una motivación para que otros investigadores iniciaran ensayos clínicos utilizando la rapamicina en el tratamiento del cáncer. El Dr. Sehgal documentó todo su tratamiento tras los cuatro años consumiendo la medicina.
«Trabajó hasta el final. El día antes de morir, estaba escribiendo un artículo en la cama abogando por las propiedades antitumorales de la rapamicina», cuenta Ajai. El Dr. Sehgal murió el 21 de enero de 2003. Hasta la fecha, la rapamicina se siguen multiplicando, como inmunosupresor y en diferentes tipos de cáncer y otras enfermedades. En este momento, hay decenas de estudios en curso explorando su potencial para aminorar las consecuencias negativas de la vejez.